Publicado por: Fernando Álvarez; 9/12/2025 15:09 h
El lunes que me animé a "gamificar" mi clase llegué convencido de que, ahora sí, iba a resolver el problema de la motivación. Traía todo listo: tarjetas, niveles, recompensas… en mi cabeza sonaba a una pequeña joya de organización. Al principio, todo parecía marchar con cierto orden. Pero bastaron unos minutos para que se desatara el caos: uno preguntó cuántos puntos necesitaba para ganar, otro quiso cambiar su lugar por una ventaja, y una alumna (práctica como ella sola) propuso que mejor nos repartiéramos los puntos de una vez para ir directo al premio. A los diez minutos yo ya estaba más al pendiente de contar puntos que de enseñar. La clase, por su parte, había entendido que el verdadero juego era otro.
Mucho se dice que la gamificación funciona como por arte de magia: agregas puntos, insignias, recompensas... y la motivación aparece solita. Suena lógico: si algo funciona en los videojuegos, ¿por qué no en el aula? Pero esa lógica tiene un detalle: asume que la motivación es como un botón externo que nomás hay que apretar. Pero no, la motivación no se activa así de fácil. Es un fenómeno complejo, que depende del contexto, del ambiente del grupo, de lo que cada quien ha vivido antes y de cómo se siente uno dentro del proceso.
Durante semanas traté de mantener un sistema que, en el papel, parecía a prueba de fallas. Pero en la práctica, se tambaleaba desde el arranque. Unos se obsesionaban con ganar puntos, otros no hacían caso de nada, algunos se frustraban por no avanzar igual que los demás, y varios se perdían entre tantas reglas, misiones y recompensas. Yo, mientras tanto, parecía más árbitro que maestro: ¿eso cuenta como punto?, ¿esto no?, ¿y si hoy doy más?, ¿qué hago con el que siempre se queda atrás? Lo que se suponía iba a facilitar las cosas terminó complicándolo todo. Ya no solo enseñaba, también manejaba un pequeño sistema de justicia simbólica con resultados muy inciertos.
El cambio llegó un día que, ya por puro agotamiento, decidí quitar casi todo. Adiós tabla de posiciones, fuera exceso de recompensas, y me quedé con solo tres metas claras para la semana. Sin hacer ruido ni dar discursos, expliqué qué se esperaba, cómo se veía el progreso y qué significaba avanzar. Para mi sorpresa, el grupo se tranquilizó. Bajaron las discusiones, regresó la atención. No porque el juego fuera más llamativo, sino porque ya era entendible. No es que la gamificación no funcionara; lo que estorbaba era la complejidad sin sentido.
Esa experiencia conecta con algo más profundo: los sistemas funcionan mejor cuando lo esencial está bien armado, no cuando se llenan de cosas sin orden. La taxonomía de la gamificación lo deja claro: no todos los elementos sirven para lo mismo ni tienen el mismo peso. Algunos apuntan al progreso, otros al reconocimiento, otros a la historia del juego o a la interacción con otros. El problema no es usarlos, sino usarlos sin rumbo. Cuando todo es juego, el sentido se pierde. Pero si se eligen pocos elementos, bien pensados, el sistema se vuelve claro para el estudiante.
Gamificar no es hacer la clase "más divertida", sino estructurar de manera visible el avance, la retroalimentación y las metas. La motivación no es un adorno extra: se construye cuando el alumno entiende qué se espera de él, cómo va avanzando y por qué vale la pena seguir. Así, una gamificación realista no contradice la teoría, la vuelve algo práctico.
En lo cotidiano, eso se traduce en decisiones simples: definir metas semanales claras y fáciles de observar; usar un solo indicador visible para mostrar progreso; dar retroalimentación frecuente, breve, concreta y más descriptiva que premiadora; incluir retos cortos, que se integren a la clase en vez de competir con ella; ofrecer recompensas simbólicas que reconozcan el esfuerzo, no que se intercambien; y revisar el sistema seguido, quitando lo que estorba antes de meter más cosas.
Nada de eso requiere apps ni plataformas especiales. Lo que sí pide es coherencia entre lo que prometemos y lo que realmente podemos sostener en el salón. La gamificación deja de ser una moda tecnológica y se convierte en una herramienta pedagógica cuando se adapta al ritmo, a las limitaciones y a la parte emocional de quienes aprenden.
Tal vez el error más común es pensar que aprender siempre debe ser entretenido. Pero aprender también es esfuerzo, frustración, ensayo y paciencia. Una gamificación realista no borra eso: lo acomoda. No busca que todo parezca un juego, sino que el estudiante sepa hacia dónde va.
Al final, el asunto no es si usamos o no gamificación, sino qué entendemos por ella. Si la vemos como un montón de estímulos, se va a desgastar. Pero si la usamos para organizar el avance, el reconocimiento y la participación, puede volverse una aliada silenciosa pero poderosa. A veces enseñar no se trata de hacer más cosas sino de hacer menos pero con más sentido.